Cuando los hijos vuelan – Por Rubem Alves

Quien ama, no coloca ataduras

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Se que es inevitable y bueno que los hijos dejen de ser niños y abandonen la protección del nido. Yo mismo siempre los empujé para que se fueran. Se que es inevitable que ellos vuelen en todas las direcciones como golondrinas aturdidas.

Se que es inevitable que ellos construyan sus propios nidos y que yo me quede con el nido abandonado en lo alto de la palmera…

Pero, lo que yo quería de verdad, era poder tenerlos nuevamente durmiendo sobre mi pecho…

Existen muchos modos de volar. Hasta el mismo vuelo de los hijos ocurre por etapas, se termina la lactancia, luego vienen los primeros pasos, después el primer día de escuela, la primera dormida fuera de la casa, el primer viaje…

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Desde el nacimiento de nuestros hijos tenemos la oportunidad de aprender sobre ese extraño ir y venir, asegurar y soltar, acoger y liberar. No siempre entendemos que esos momentos tan sencillos son pequeñas enseñanzas de libertad.

Pero llega un momento en el cual la realidad golpea la puerta y presenta nuevas verdades difíciles de encarar. Es el grito de la independencia, la fuerza de la vida en movimiento, el poder del tiempo que todo lo transforma.

Es cuando nos damos cuenta que nuestros hijos crecieron y a pesar de insistirles en ocupar el mejor lugar cerca nuestro, ellos sienten urgencia de conquistar el mundo lejos de nosotros.

Ha llegado el momento entonces de recoger nuestras alas. Aprender a abrazar la distancia, conmemorar victorias en las que no participamos directamente, apoyar decisiones que caminan muy lejos. Eso es amor.

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Muchas veces, confundimos el amor con dependencia. Sentimos erróneamente que si nuestros hijos volasen libres no nos amarán más. Creamos situaciones innecesarias para demostrar que somos imprescindibles. Cuestionamos las situaciones que demandan nuestro consejo y orientación, porque en el fondo lo que necesitamos es sentir que todavía somos amados.

Muchas veces, confundimos el amor con la seguridad. Por exceso de protección cortamos las alas de nuestros hijos. Les impedimos que busquen respuestas propias y vivan sus sueños en vez de los nuestros. Tenemos tanta seguridad de que sabemos más que ellos, que el puerto seguro se convierte en un ancla que les impide navegar por las olas de su propio destino.

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Muchas veces, confundimos el amor con apego. Añoramos congelar el tiempo que todo transforma. Nos quedamos pegados en el miedo a perder, evitando así el flujo natural de la vida. Respiramos menos, pues no caben en nuestro cuerpo los vientos de cambio.

Aprendí que el amor nada tiene que ver con apego, seguridad o dependencia, aunque en ocasiones me confunda. No sirve de nada querer que sea diferente: el amor es alado.

Aprendí que la vida está hecha de constantes muertes cotidianas, llenas de sabor agridulce. Cada punto final abre espacio a una nueva frase.

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Aprendí que todo pasa menos el movimiento. Es en él que podemos colocar nuestro descanso y nuestra fe, porque él es eterno.

Aprendí que existe un niño en mí que al ver a mis hijos crecidos, se asusta por no saber qué hacer. Pero es mucho mejor ser libre que imprescindible.

Aprendí que es necesario tener coraje para volar y dejar volar.

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Y no hay camino más bello que ese.

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¡Compártalo con sus amigos! es un excelente material para reflexionar.

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